Era una ocasión particular. Recién llegaba de un largo viaje por el extranjero. Llevaba casi dos años fuera de México, y el solo hecho de volver a ver a mi gente, saborear mi comida y hablar mi idioma sin tener que preocuparme por ser entendido me llenaba de ilusión. La recepción no pudo ser mejor: uno de mis mejores amigos me esperaba en el aeropuerto de la Ciudad de México —mi familia vive lejos de la capital— en una mañana esplendorosa. Disfrutamos una exquisita comida aderezada con una conversación amena, luego un baño reparador por la tarde, y por la noche, una deliciosa reunión con más amigos que, casual y sorpresivamente, coincidieron en la ciudad. La velada estuvo ambientada con antojitos, tequila y música con sabor a México… ¿Qué más se podía pedir después de una larga ausencia?
Todos me agasajaban, me daban la bienvenida y elogiaban mi aspecto. —¡Qué alto estás! ¿Creciste? —¡Y qué delgado! Se nota que hacías ejercicio—.
Siempre he sido alto (1.90 m), pero la comida sana y el ejercicio habían afinado mi figura, dándome un aire atlético y estilizado. Además, había logrado un bronceado que resaltaba mis ojos marrones y mi pelo corto color caoba. Aunque nunca me he considerado guapo, y hasta soy tímido e inseguro en ese aspecto, esa noche me sentía grande y poderoso por el cariño y la euforia que me rodeaban.
La noche transcurría y, al calor de las copas, surgió la pregunta inevitable: —¿Y a dónde vamos? ¿Vamos a bailar?—.
Se decidió que iríamos al antro gay de moda, ampliamente reconocido por reunir a la gente más bonita de la ciudad. Por supuesto, nadie se negó. Nos montamos en los vehículos y partimos.
Al entrar, el lugar era espectacular: un largo pasillo iluminado por antorchas que desembocaba en un salón en penumbras, alumbrado solo por velas gigantescas en las mesas y juegos de luces que bailaban al ritmo de la música. En lugares estratégicos, pedestales elevados sostenían a hombres y mujeres semidesnudos de cuerpos esculturales. A la derecha, una inmensa barra de copas; al fondo, un escenario donde bailarines improvisaban coreografías espectaculares. El ambiente era cosmopolita y festivo, lleno de gente de todo tipo: gays, lesbianas, heteros, famosos y anónimos.
Había tipos guapísimos y mujeres fenomenales, pero esa noche no iba en busca de ligue, sino de diversión y reencuentro. En un momento, logré abrirme paso entre la multitud para llegar a la barra, y fue entonces cuando lo vi: una aparición. Estaba solo, sereno, observando fríamente a su alrededor. Era prácticamente de mi estatura y edad —unos 35 años—, vestía jeans ajustados y una playera blanca de manga corta que delineaba un cuerpo firme y ejercitado. Su piel era blanca, el pelo castaño claro, y sus ojos verdes de mirada profunda se complementaban con una nariz recta y labios carnosos en un rostro de expresión franca que, inexplicablemente, me conmocionó.
Me quedé estático, observándolo. Vi cómo varios hombres se le acercaban con intenciones obvias, pero él los ignoraba con frialdad. Eso me desanimó: yo estaba acostumbrado a que me abordaran, no a abordar. ¿Qué podría ofrecerle yo que no hubieran intentado aquellos hombres atractivos? Regresé con mis amigos, pero no pude evitar seguirlo con la mirada. Algo me atraía irremediablemente hacia él.
Finalmente me decidí. Caminé como si me dirigiera hacia alguien detrás de él, y al pasar, nuestras miradas se cruzaron. Pero me ignoró por completo, y casi me da un ataque de nervios. —¿Qué haré? —pensé—. ¿Qué haré?—.
Decidí tomar el toro por los cuernos. Me acerqué, consciente de que mi ego podría salir malherido. —Hola —le dije, nerviosísimo. Él volvió, me miró y respondió fríamente: —Buenas noches—. No podía creer que hubiera respondido. —¿La estás pasando bien? —pregunté, esperando que me ignorara como a los demás. —Sí —respondió. Continué haciendo preguntas, pero solo contestaba con monosílabos. Decidí arriesgarlo todo: —Me gustas mucho, pero no sé qué más decirte. No sé si te agrada mi compañía. No me respondas… ahora voy al baño. Si cuando regrese te encuentro aquí, significará que estás a gusto conmigo. Si no, será obvio que no hay nada que hacer—. Asintió y me fui, seguro de que no lo vería de nuevo.
Fui al baño, pasé a ver a mis amigos y volví al lugar donde lo había dejado. No estaba. Resignado, me disponía a regresar cuando sentí unos toques en la espalda. Me di la vuelta y… ¡era él! —Perdona —me dijo—, fui por algo de tomar y me distraje. Qué bueno que te vi antes de que te fueras—. Feliz, le dije: —Soy Jorge. ¿Tú cómo te llamas?—. —Edgar —respondió—. ¿Quieres conocer a mis amigos? —No, aquí estoy bien—. ¿Bailamos? —No. Aquí estoy bien—. ¿Algo de tomar? —No, así estoy bien—.
Como él no hablaba, fui yo quien le conté mis peripecias. Ocasionalmente me interrumpía para hacer una pregunta u observación, hasta que ya no supe qué más decir. —Bueno, ¿y a qué te dedicas? —pregunté. Sonrió por primera vez, mostrando una dentadura perfecta y una expresión cautivadora. —Tú no quieres saber a qué me dedico—.
Me sentí desconcertado e intrigado. —¿Te gustaría ir a un sitio más cómodo, Edgar? —Le parece bien. Vamos—. No cabía en mí de asombro: no aceptaba nada, no hablaba, pero quería irse conmigo. Me despedí de mis amigos y partimos rumbo a mi departamento.
En el taxi, tomó mi mano y la puso sobre su pierna, pasando su brazo sobre mis hombros. El taxista comenzó un discurso sobre la delincuencia en la ciudad, lo que me puso nervioso al pensar en lo poco que sabía de Edgar. Comencé a acariciar su pierna y, discretamente, subí mi mano hasta su entrepierna, donde encontré un bulto que se endureció al instante. Edgar me guiñó un ojo mientras acariciaba mi mano.
Llegamos a casa. Prendí la luz y le ofrecí algo de tomar. —No, gracias. Así estoy bien—. —¿Quieres música? —Como quieras—. ¿Platicamos aquí o vamos a mi recámara? —Como quieras—.
Decidí que fuéramos a la habitación. Encendí una luz tenue, lo tomé de la mano y lo senté junto a mí en la cama. —Ayúdame —le dije—. Quiero que estés a gusto, pero no sé cómo lograrlo. Me desconciertas y me excitas a la vez—. Como respuesta, me empujó hacia atrás y me besó apasionadamente mientras se montaba sobre mí. Rodamos por la cama; sus manos exploraban mi cuerpo con urgencia. Sentirlo sobre mí, la presión de su verga dura contra la mía, acariciar su espalda y su cabello… todo me llevaba al límite.
—¿Te llamas Jorge realmente o mientes como todos? —preguntó en un momento. —Yo no miento. Me llamo Jorge—. —Jorge, Jorge, Jorge… —murmuró al oído—. Eres mío esta noche—.
Comenzamos a desvestirnos lentamente, descubriendo cada centímetro de piel. Su torso estaba cubierto por un vello fino del color de su cabello, suave al tacto. Mientras yo mordisqueaba sus pezones, él desabrochó mi camisa y descendió por mi cuello hasta mis pezones, provocando choques eléctricos en todo mi cuerpo.
Al quitarme los pantalones, Edgar me empujó contra la pared, aprisionándome mientras besaba mi nuca y frotaba su cuerpo contra el mío. Me giré y lo besé con furia, descendiendo por su torso hasta liberarlo de sus pantalones. Sus piernas eran torneadas, sus nalgas firmes, y su pene… imponente, recto, venoso, con una gota de lubricante que resbalaba lentamente. Tomé todo entre mis manos, pero él me detuvo. —No… todavía no, Jorge—.
Me llevó de vuelta a la cama, donde quedamos completamente desnudos. Él se recostó boca arriba y yo recorrí su cuerpo con mi lengua, desde el cuello hasta su pubis, evitando deliberadamente su verga hasta que él guio mi cabeza hacia allí. Lo tomé en mi boca, y un gemido de placer escapó de sus labios. —¡Sí, Jorge, sí!—.
Después de un rato, me atrae hacia él para besarme. —¿Qué quieres hacer, Jorge? —preguntó mientras su mano encontraba mi verga, dura y ansiosa. —Lo que tú quieras. Tú mandas, Edgar—. —Cójeme—.
Nos acomodamos, y con paciencia y caricias, logró penetrarme. El dolor inicial se transformó en un cosquilleo placentero. —¿Estás bien? ¿Sigo? —Sigue—, respondí. Comenzó a moverse lentamente, luego con mayor intensidad, sus jadeos en mi oído eran tan excitantes como enloquecedores. —¡Me voy a venir! —anuncié, pero él no se detuvo. Sentí cómo mi cuerpo se contraía al eyacular, y en ese mismo instante, él también llegó al clímax.
Permanecemos abrazados un largo rato, hasta que su verga se deslizó fuera de mí. Retiré el condón, lo anudé y lo dejé en el buró. Nos duchamos juntos, enjabonándonos y besándonos bajo el agua.
Al regresar, me preguntó si podía quedarse. Solo lo abracé, lo acosté y comencé a besarlo, pero me detuvo. —Me tengo que levantar temprano— dijo, pero me abrazó, puso su mano sobre mi verga semierecta, apoyó su cabeza en mi pecho y se durmió. Yo no quería moverme; deseaba detener el tiempo.
Cuando estuvo profundamente dormido, revisé sus jeans. Encontré una placa metálica con el águila mexicana, su nombre completo, un rango militar y la leyenda: «Adscrito al Estado Mayor Presidencial». ¡Era un guardia del presidente! Entendí entonces su parquedad y me excitó aún más. Devolví todo a su lugar y regresé a la cama. Edgar, dormido, me abrazó de nuevo.
Al amanecer, se despertó. —Me tengo que ir— dijo. Nos duchamos juntos. Bajo el agua caliente, lo abracé por detrás y comencé a enjabonarlo, mi verga dura se refugiaba entre sus nalgas. —Cójeme— pidió. Y obedecí. Esta vez fui yo quien lo penetró, lenta y rítmicamente, hasta que ambos climaxamos de nuevo.
Mientras nos vestíamos, le pregunté: —¿Te gustaría repetirlo?—, extendiéndole una nota con mis datos. —Claro que sí. Yo te encontraré cuando haya oportunidad— respondió, rechazando gentilmente el papel.
Lo acompañé en el ascensor. Al llegar a la puerta, dijo: —No es necesario. ¡Yo sabré encontrarte! ¡Buen día!—. Saltó la verja, volteó, sonrió, me guiñó un ojo y se fue.
Nadie lo vio llegar ni irse. La única prueba de su paso eran los condones usados.
A la semana siguiente me mudé por trabajo y nunca volví a verlo. Pero como pueden leer, fue una noche inolvidable.