Un relato de deseo, miedo y descubrimiento
No fue amor.
Fue algo más primitivo. Más honesto.
Fue deseo puro, sudor, miedo y la necesidad de ser tocado por un hombre.
Tenía 19 años y todavía no sabía qué hacer con este cuerpo.
Iba solo al cine, como siempre, a ver una película cualquiera. No importaba cuál. Lo que buscaba no estaba en la pantalla, sino en los rincones donde nadie mira. Donde el aire huele a orina, a perfume barato y a posibilidad.
Esa noche, el Cine Dorado estaba vacío.
Una proyección de madrugada.
La clase de película que solo ves cuando no quieres dormir solo.
Entré al baño.
Luces tenues. Espejo empañado. Un olor a cloro y semen seco.
Y él.
Un hombre de unos 35, alto, camisa negra ajustada, barba de dos días, mirándose en el espejo como si estuviera decidiendo si entrar o no al ring.
No nos miramos.
Pero el aire cambió.
Cerré la puerta del cubículo.
Silencio.
Luego, un golpe suave en la pared.
Dos veces.
Como un código.
Toqué de vuelta.
Tres golpes.
Sí. Estoy aquí. Sí, quiero.
Salí.
Él ya estaba frente a mí.
Sin sonreír. Sin hablar.
Solo con los ojos clavados en los míos, como si me estuviera midiendo.
Y entonces, me empujó contra la pared.
No con violencia, sino con autoridad.
Una mano en mi nuca, la otra bajando directo a mi cinturón.
—¿Nunca lo has hecho? —preguntó, sin soltarme.
Negué con la cabeza.
Me miró un segundo más.
—Hoy te vas a venir —dijo—. Y vas a recordarlo.
No hubo beso.
No hubo caricias.
Solo acción.
Me bajó el pantalón.
Se arrodilló.
Y antes de que pudiera pensar, sentí su boca alrededor de mi verga.
Caliente. Húmeda. Ávida.
Sus labios, su lengua, su barba rozándome la piel.
Gemí.
Él me miró, con mi verga en la boca, y sus ojos dijeron: “Más fuerte. Aquí no te escucha nadie.”
Así que gemí.
Grité.
Y cuando sentí que iba a terminar, me detuvo.
Se paró.
Se desabrochó el cinturón.
Sacó su verga.
Grande. Venosa. Con un piercing en el frenillo.
Me empujó de nuevo contra la pared.
—Chúpala —dijo—. Hasta que te duela la mandíbula.
Lo hice.
Con hambre.
Con miedo.
Con adoración.
Y cuando terminó, me agarró de la nuca, me acercó a su oído y me dijo:
—Ahora sí eres gay.
Se subió el pantalón.
Se acomodó la camisa.
Y sin decir otra palabra, salió.
Yo me quedé ahí.
De rodillas.
Con el sabor de su semen en la boca.
Con el corazón a mil.
Con la piel electrificada.
No fue romántico.
No fue seguro.
No fue amor.
Pero fue perfecto.
Porque en ese cuarto oscuro, no solo vi una película.
Me cogieron.
Me descubrieron.
Me hicieron real.
Y desde entonces, cada vez que entro a un baño público, no busco solo un lugar para orinar.
Busco la posibilidad.
La mirada en el espejo.
El golpe en la pared.
El hombre que me diga: “Hoy te vas a venir.”
Porque ya no tengo miedo.
Tengo hambre.

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