En los vapores densos de los Baños Galicia, el deseo se cuece sin palabras. No hay caricias, solo miradas que desnudan. Porque a veces, el sexo más intenso no se toca… se sostiene.
El sol de Guadalajara, espeso como miel caliente, se quedaba pegado en la piel al caminar. Entrar a los Baños Galicia era cruzar un umbral. El ruido de los camiones y el caos de la avenida se desvanecía, reemplazado por el eco de voces bajas, el chapoteo del agua y un olor penetrante a eucalipto y cloro.
Todo en una sola planta, en el sótano. Un laberinto de azulejo blanco y pasillos húmedos que prometían un olvido temporal. Dejé mi ropa y mi identidad en pequeño vestidor privado, que guardaba los secretos de miles de hombres ante que yo. Me anudé una toalla a la cintura y salí al área común.
A mi izquierda, después del acceso, la zona de regaderas, una cortina de agua constante y el olor jabonoso flotando en el aire. Al fondo, se adivinaba el ruido del jacuzzi borboteaba bajo la luz, su superficie agitada invitando y repeliendo al mismo tiempo. Y frente a mí, tres puertas idénticas, tres umbrales a mundos más densos y calientes. Tres salas de vapor.
Pasé junto a la primera; risas y una conversación animada se filtraban con el vaho. No era eso lo que buscaba. La segunda estaba casi vacía, demasiado tranquila. Caminé hasta la tercera, al final del pasillo. La más pequeña. La más caliente. La más anónima. Empujé la puerta y una nube casi sólida me envolvió.
El calor era un golpe en los pulmones. Me senté en el nivel más bajo, dejando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra apenas rota por una luz que entraba por la puerta. Había dos siluetas más, pero mi atención fue secuestrada por el hombre sentado en la banca de la esquina a mi derecha, caso tocando mi rodilla con la suya.
Estaba reclinado contra la pared de azulejos, las piernas abiertas con una autoridad indolente. La luz se pegaba a su piel mojada, esculpiendo un torso definido y unos muslos sólidos. Su verga, pesada y semierecta, reposaba sobre su escroto. No había pudor en su postura, sino una declaración de principios: este soy yo, este es mi deseo, y no me importa quién lo vea.
No me tocó. Ni una vez.
Sentí su mirada sobre mí mucho antes de atreverme a devolverla. Era un peso físico, un calor distinto al del vapor que me recorría la piel. Finalmente, levanté la vista.
Me estaba viendo.
Su mirada no se detuvo en mi cara. Viajó por mi pecho, mi abdomen, y se posó sin disimulo en el bulto que mi ansiedad y mi deseo ya estaban formando bajo la toalla.
Bajé la mirada, incendiado. Pero era tarde. El juego había comenzado. Volví a mirarlo, y esta vez le sostuve la mirada. El mundo se contrajo a ese pasillo de niebla entre nosotros.
Entonces, muy despacio, se pasó la mano por el pecho. Los dedos se deslizaron por la piel mojada, desde la clavícula hasta el abdomen, en una caricia que era para él, pero cuyo destinatario era yo. Su mirada era una orden silenciosa: “Estoy aquí. Y tú sabes que me quieres.”
No me paré. No me acerqué. Pero mi mano, traidora y obediente, se hundió bajo el algodón húmedo de mi toalla. Y empecé a acariciarme.
Despacio.
Mientras él me miraba. Mientras yo lo miraba a él.
Su mano bajó hasta su propia verga, ya completamente dura, y comenzó un ritmo lento y soberbio. Yo lo imité. Nuestras respiraciones se volvieron el único sonido, una percusión íntima que se mezclaba con el siseo del vapor. Nos estábamos cogiendo con los ojos, con cada exhalación, con la tensión que vibraba en el aire denso.
Vi su mandíbula tensarse, su cabeza echarse hacia atrás. Sentí el nudo apretarse en mi vientre. Aceleré mi ritmo, y él, viéndome, aceleró el suyo. Cerramos los ojos en una sincronía perfecta, un espasmo mudo que nos sacudió a ambos en nuestro propio rincón de aquella catedral de vapor.
Cuando abrí los ojos, él ya se estaba levantando. Pasó a mi lado sin una mirada y desapareció tras la puerta.
Esperé un par de minutos, con el pulso martilleando en mis sienes. Salí. El aire del pasillo se sentía helado. Lo vi a lo lejos. Estaba de pie bajo una de las regaderas, el agua cayendo en cascada sobre su espalda ancha. No volteó. Pasó junto al jacuzzi sin detenerse y salió al área de los vestidores.
Salí de ahí sintiendo el temblor en mis piernas. Supe que lo habíamos hecho. Con los ojos, con el aire, con el sudor del cuarto.
Y cada vez que vuelvo a los Galicia, y paso frente a esas tres puertas, ya no busco un cuerpo. Busco esa mirada.
Porque a veces, el sexo más intenso no necesita contacto. Solo necesitas que alguien te vea… y sepa que lo deseas.

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