Hay un frío en Pátzcuaro que no se parece a ningún otro. No es el frío húmedo del mar ni el seco del desierto. Es un frío que baja de la sierra, que huele a pino y a tierra mojada, y que parece cargar con el peso de los siglos. Esa noche, ese frío se me metía en los huesos mientras estaba sentado en una banca de la Plaza Vasco de Quiroga.
Las luces amarillas de los faroles bañaban los fresnos monumentales y las casonas con sus techos de teja roja. El murmullo de la plaza era una sinfonía tranquila: el rasgueo lejano de una guitarra, risas ahogadas que escapaban de un café, el roce de los zapatos sobre la cantera. Todo aquí se sentía antiguo, permanente. Yo, en cambio, me sentía como un fantasma de paso, un espectador ajeno a la vida profunda que latía bajo la superficie colonial.
Fue entonces que lo vi.
Estaba recargado en uno de los portales del otro lado de la plaza, casi oculto en la sombra que proyectaba un arco. No era un turista, no era un vendedor. Parecía una extensión del lugar mismo. Piel morena, curtida por un sol que no era de playa, sino de campo. Pómulos altos, herencia purépecha innegable, y unos ojos oscuros que absorbían la luz. Sus manos, que descansaban sobre sus muslos, eran las de un artesano o un campesino; se adivinaban fuertes, callosas, capaces.
Nuestras miradas se cruzaron por encima del bullicio discreto. No hubo sonrisa, no hubo un gesto. Hubo un reconocimiento. Una pausa en el tiempo donde el resto de la plaza se desvaneció. Él sabía lo que yo buscaba, y yo sabía que él lo tenía.
Se irguió lentamente y, sin dejar de mirarme, caminó bajo los arcos, desapareciendo en la oscuridad. No fue una invitación, fue un hecho. Un destino de pocos minutos. Me levanté, con el corazón martillando un ritmo sordo en mi pecho, y lo seguí.
Caminé bordeando la plaza, mis pasos resonando en el empedrado. El olor a leña quemada y a café de olla se mezclaba con el aroma a copal que algún comerciante había encendido al cerrar. Lo encontré esperándome en el recodo más oscuro del portal, en el zaguán de una casona cuyas puertas de madera maciza parecían no haberse abierto en un siglo.
El silencio entre nosotros era denso, más elocuente que cualquier palabra. Acortó el metro que nos separaba y su mano, tal como la imaginé, áspera y firme, me tomó de la nuca. No fue un gesto de ternura, sino de posesión. Me empujó contra la madera fría y tallada, y su boca encontró la mía.
No sabía a tabaco ni a alcohol. Sabía a tierra, a maíz, a algo elemental. Era un beso sin prisa, una exploración profunda que era casi una interrogación. Sus labios contaban la historia de su tierra, y yo le respondía con la urgencia de mi soledad.
Sus manos bajaron, firmes, desabrochando mi pantalón sin torpeza. El aire helado de la noche fue un shock eléctrico sobre mi piel expuesta, un contraste violento con el fuego que él había encendido dentro de mí. Me arrodillé ante él sobre la piedra fría, sin que me lo pidiera, entendiendo el rito que se estaba desarrollando en ese rincón olvidado.
Su verga, cuando la liberé de la tela de sus vaqueros, era gruesa y dura, un monolito de deseo puro. Olía a él, a hombre, a trabajo, a vida. La tomé en mi boca y el mundo se redujo a ese espacio, a esa entrega. El sabor de su piel, la textura, el pulso latiendo contra mi lengua. Él no se movía, simplemente recibía, su mano ahora en mi pelo, sujetándome con una presión que era a la vez control y permiso.
Escuchaba su respiración volverse más profunda, un gruñido bajo que vibraba desde su pecho. A lo lejos, las campanas de la Basílica dieron una llamada solitaria. Miré hacia arriba. Su rostro, en la penumbra, era una máscara de placer contenido, sus ojos oscuros fijos en algún punto más allá de mí, más allá de la plaza, como si estuviera escuchando un eco antiguo.
Sentí su tensión crecer, sus caderas dar una primera estocada involuntaria. Supe que el final estaba cerca. Apreté mi agarre, aceleré mi ritmo, queriendo absorber no solo su semen, sino la esencia de ese momento, de ese lugar. Se derramó en mi garganta con un quejido ahogado, un sonido gutural que la noche devoró al instante. Un sabor salado y vital que me ancló a la realidad, a la tierra.
Me quedé ahí, arrodillado, por un instante que pareció eterno. Él retiró la mano de mi cabeza y, con una eficiencia tranquila, se arregló la ropa.
Me puse de pie. Nos miramos. En sus ojos no había gratitud ni afecto. Había una calma profunda, la misma calma de las montañas que rodean el lago. Asintió una sola vez, un gesto mínimo, y se dio la vuelta. Lo vi caminar bajo los portales y disolverse en la noche de Pátzcuaro, volviendo a ser parte de ella.
Me quedé solo, recargado en la puerta antigua, con su sabor aún en mi boca y el frío de la piedra filtrándose por mi ropa. No había sido solo sexo. Había sido una comunión. En ese rincón oscuro, por un puñado de minutos, no fui un fantasma. Fui parte de la tierra, del silencio, de la historia que se esconde bajo las tejas rojas y el empedrado de esta increíble ciudad. Y supe que ese secreto, ese sabor, me lo llevaría conmigo para siempre.
