Capítulo 1 — Ciudad de México

“La primera vez que me atreví a mirar”

Tengo 42 años.
Estoy casado.
Tengo dos hijos.
Y tengo un deseo que nunca murió, aunque hice todo para matarlo.

Durante años fingí ser el hombre correcto. Trabajador, esposo fiel, padre ejemplar. La rutina era un traje que me quedaba apretado, pero lo usaba con orgullo. Y todos lo aplaudían.

Solo yo sabía que, cada noche, cuando mi esposa dormía a mi lado, mis ojos se iban solos a la pantalla del teléfono, a fotos de hombres. Torsos, vello, labios gruesos, pectorales marcados, miradas intensas. No buscaba amor. Buscaba ese olor que imaginaba: sudor, piel caliente, semen recién derramado. El olor a hombre que nunca dejé de anhelar desde los 15, cuando veía a mis compañeros de vestidor y fingía que solo estaba cambiándome.

Crecí en una familia católica, de esas que enseñan que los hombres no lloran ni se besan. Así que aprendí a callar. Me casé porque era lo que tocaba. Y no me arrepiento: amo a mi esposa, aunque no me enciende. No me prende. No me hace vibrar. Con ella soy un buen tipo. Pero con los hombres… soy fuego.

La primera vez que cedí, fue en un baño de un centro comercial, en Insurgentes. Salí de la oficina buscando excusas, como siempre. Y ahí estaba él: veinte y tantos, moreno, barba de tres días, mirada directa. Se paró junto a mí en el urinario. No dijo nada. Solo me miró de reojo mientras se tocaba. Yo no respiraba. Sentí cómo mi verga, dormida durante años, despertaba como una bestia.
Él sonrió. Salió al pasillo. Lo seguí.

Entramos a un cubículo y cerramos la puerta.
Me bajó el pantalón sin palabras. Me besó la base del cuello, olía a jabón y a deseo. Cuando su lengua bajó por mi abdomen, todo el mundo desapareció. Sentí su boca tragarse cada centímetro de mí como si me quisiera borrar los años de silencio. Lo tomé de la cabeza, con desesperación, mientras mis caderas empujaban. Su barba raspaba mi piel y eso me excitó aún más.

Cuando terminé en su boca, jadeando, con la frente apoyada en la pared fría, sentí algo extraño: no culpa, no vergüenza…
Sentí alivio.

Me subí el pantalón, me miré al espejo del lavabo. Tenía las mejillas encendidas, los ojos brillantes. Me vi por primera vez sin máscara. Por unos minutos no era el esposo, ni el padre, ni el jefe.
Era solo un hombre que había dejado de tenerle miedo a su deseo.

Salí de ahí caminando despacio, con las piernas temblando y el corazón desbocado.
En casa, mi esposa me besó como si nada. Me habló del súper, de los niños, de lo cotidiano. Y mientras la escuchaba, supe que mi vida entera acababa de cambiar. Que ya no podía volver atrás.

Porque el deseo que callas nunca muere.
Solo espera a que lo mires de frente.


¿Tú también guardas un deseo en silencio? Escríbenos tu historia anónima.

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