El último vuelo nocturno de Aeroméxico, con destino a Monterrey, era un tubo metálico surcando la negrura. Yo acababa de cerrar una jornada agotadora en la Ciudad de México y ansiaba la falsa quietud de mi departamento en el norte. El avión, un susurro en la noche, olía a café recalentado y cansancio.

Mi refugio era el 14B y un libro que no lograba captar mi atención. A mi lado, en el 14A, un tipo con traje de negocios, impecable pero desencajado, dormía profundamente desde el despegue. O eso fingía.

La caída del tren de aterrizaje fue la señal. En la penumbra, con las luces tenues ya encendidas, bajó la cremallera de su pantalón con un sonido áspero, definitivo. No hubo mirada de complicidad, ni un solo gesto hacia mí. Su mirada se perdía en el respaldo del asiento delantero, o en nada. Pero yo lo vi todo.

Su mano, bronceada, con una correa de reloj de cuero que delataba cierto estatus, descendió con lentitud deliberada por su abdomen. Allí emergió: su verga, gruesa, morena, soberbiamente circuncidada, anclada en un lecho de vello oscuro y espeso. Sus dedos la rodearon con la familiaridad de quien reconoce un territorio propio.

Despacio. Con una calma obscena. Como si el mundo exterior—el ajetreo del aterrizaje, las voces de las auxiliares—no existiera. Como si yo, el testigo accidental, fuera solo un fantasma en su ritual privado.

Me quedé de piedra, la sangre me golpeaba en los oídos y en la entrepierna, convirtiendo mi propio pantalón en una prisión de lona ajustada. No pude, no quise, dejar de mirar. Él tampoco interrumpió su farsa. Siguió, con los párpados sellados, interpretando el papel de un durmiente, mientras su mano trabajaba con precisión cinética bajo la manta que le ofrecía una pátina de decoro.

Fue la intensidad de su respiración, un jadeo contenido que se ahogaba en el murmullo de los motores, lo que me llevó al borde. Sentí la humedad caliente expandirse en mi boxer, una rendición involuntaria y brutalmente íntima a su espectáculo privado.

Cuando terminó, se acomodó con una naturalidad devastadora. Se subió la cremallera. El ruido del metal me pareció un portazo. Solo entonces, sin volver la cabeza, con los ojos aún cerrados en su farsa, musitó hacia la ventanilla:

—Gracias por no decir nada.

Su voz era ronca, serena, cargada de un cinismo delicioso. No era una gratitud, era una confirmación.

Nunca supe su nombre. Pero desde entonces, cada vez que reservo un vuelo, exijo el 14B. No por la comodidad del asiento, que es nula. Por la cruda posibilidad. Por el recuerdo del tipo del traje que, con la arrogancia silenciosa de quien lo merece todo, me hizo venirme sin dignarse a tocarme. Por el deseo que no pide permiso; solo toma nota de tu silencio y te lo agradece con una sonrisa que nunca verás.

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